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Mostrando entradas de enero, 2014

Un berrinche

    De pequeño fui un niño bastante dócil, lo cual no significa que en determinados momentos no tuviese mis berrinches como todos los niños que en el mundo han sido.     Recuerdo especialmente uno: había ido con mis padres a Sevilla no recuerdo a qué y ellos decidieron ir de compras a El Corte Inglés.     Mientras mi madre veía no sé qué artículos, yo le eché el ojo a un disfraz de Superman, mi héroe de aquel momento.     Le pedí que me lo comprase, pero ella se negó. Entonces me puse a llorar insistentemente.     Cómo no sería mi berrinche que el dependiente que estaba atendiendo a mi madre en ese instante dijo resignado: “Señora, si no le compra usted el disfraz de Superman al niño, se lo compro yo”.     Finalmente, desesperada, mi madre me tuvo que comprar el disfraz para que me calmase.     Aquella misma tarde fuimos a Niebla, precioso pueblo amurallado de Huelva, a visitar a mi tía abuela Isabel. En el patio de su casa lucí mi re

La playa

    El Portil fue la playa de mi infancia.     Cuando yo tenía dos años, nació mi hermano Cayetano. Por aquella época mis padres compraron un piso en la costa de Huelva, en El Portil (Punta Umbría).     El Portil era entonces una playa salvaje, muy poco poblada. Había muy escasas urbanizaciones en medio de grandes extensiones de campo y de dunas. La sensación de libertad que proporcionaba el contacto con el mar era indescriptible. Era un paraíso para nuestras almas infantiles.     Hasta allí nos trasladábamos en las vacaciones de verano en compañía de mis abuelos Manuel y Antonia.     Mis primeros recuerdos de aquella playa son muy vagos. Me acuerdo de un precioso barco de vapor de plástico que olvidé en la arena, de un cine de verano en Punta Umbría (al que íbamos con nuestros primos) o de una tortuga gigante muerta que apareció varada en la arena y que la marea desenterraba una y otra vez a pesar de los esfuerzos de quienes intentaron inhumarla

La sierra

    Por recomendación médica, con idea de que respirase un aire más limpio que aliviase mis ataques de asma, mis padres decidieron enviarme con mis abuelos maternos (Manuel y Antonia) a la casa que tenía un tío mío, Juan (q. e. p. d.), en Fuenteheridos, precioso pueblo de la sierra de Huelva.     Creo recordar que estuvimos los tres allí una semana, posiblemente en unas vacaciones de Semana Santa.     El tiempo era ya bueno y mi abuelo y yo salíamos por la mañana al campo a buscar poleo, romero, menta y otras plantas aromáticas que luego colocábamos en las habitaciones para que difundiesen sus aromas.     Mientras íbamos de excursión, mi abuela se quedaba cocinando en la casa. Ésta era grande, quizás de dos plantas. Estaba al lado de la plaza de toros del pueblo, que era una vieja construcción de muros de piedra.     No recuerdo bien aquella vivienda de mi tío, pero sí tengo en la memoria un gran patio en la parte de abajo al lado de un cuartillo l

Los amigos

    José Luis, Ángel, Mario, “Rafi”, Evaristo... eran mis amigos de niño. Algunos vivían en mi bloque; otros, en los bloques vecinos.     Nos reuníamos todas las tardes, con los bocadillos en las manos, a jugar y a pelearnos en los bajos de nuestros pisos.     Uno de nuestros juegos era el divertido bote-bote, una versión del escondite en la que si algún jugador oculto le pegaba una patada a una botella de plástico vacía, custodiada por quien tenía que encontrar a los escondidos, se libraba de ser capturado.     Me acuerdo de una expresión curiosa que teníamos(“no vale pavia ”), la cual le servía al que la utilizaba para librarse de una tarea penosa. Creo que es equivalente a “cascarón de huevo” o al “uve” de los niños de hoy. No la he vuelto a escuchar de boca de nadie.     Teníamos también un juego bastante bestia que era “al cielo voy”, en el que hubo más de un accidente. Formábamos dos filas en las que los últimos hacían de potro para que los

Mis escapadas

    Me recuerdo como un niño obediente, aunque (y en esto sigo siendo igual) ante situaciones de injusticia me rebelaba tanto en el colegio como en casa.     En la escuela recuerdo que una vez estaba con mis compañeros en las pistas deportivas y mi maestro, Don Emilio Santos (q. e. p. d.) no me hizo caso al pedir yo una solución a un problema. Por ello, abandoné el grupo y me pasé el resto de la clase de gimnasia mirándolos a todos desde lejos. Al final de esa evaluación el maestro les comunicó a mis padres en el boletín de notas que yo a veces era un poco díscolo.     Pero mis padres lo sabían, porque cuando cogía un berrinche tomaba pronto la puerta. Si era de día, huía hacia uno de los puntales del pantano El Zumajo y allí me recreaba en meditaciones hasta que el estómago empezaba a protestarme y volvía rendido y hambriento a casa.     Una noche me enfadé mucho con mis padres (sobre todo con mi madre, que era la encargada de las broncas) y me encerr

Mi primer amor

-->     Me acuerdo vagamente de la etapa de mis primeros amores.     Para un niño las chicas al principio son sólo una compañía más en el colegio, pero poco a poco uno las va descubriendo como seres diferentes, con peculiaridades y secretos que uno termina queriendo desentrañar de golpe.     No sé en qué momento de pronto algunas niñas de nuestros bloques empezaron a jugar a enseñar sus tesoritos a cambio de que los niños les enseñasen los suyos. Curiosamente lo hacían en el interior de la obra en construcción de la que luego fue mi siguiente casa en el pueblo.     Era un juego inocente en el que yo no me atreví a participar, pero cuyo conocimiento despertó en mí una sana curiosidad. No había en ello ninguna maldad, sino únicamente el deseo de conocer lo diferente, de averiguar ocultas interioridades que hasta ese momento no habían existido apenas en nuestra conciencia.     En el colegio había chicas que me gustaban de una manera inconcreta , pero todo

Mi casa

     Mi primera casa no la recuerdo porque yo era muy pequeño cuando nos mudamos a la segunda. En realidad fue sólo un cambio de planta, de un primero a un segundo en el mismo bloque.    Aquel segundo piso fue la casa de mi infancia. No volví más allí una vez que nos mudamos, cuando yo tenía quince años, a la casa en la que aún viven mis padres.    La casa de mi niñez (el segundo piso al que me he referido) era grande. Tenía un recibidor con un paragüero enorme del que salía un pasillo central que comunicaba a izquierda y derecha con todas las estancias: el cuarto de la plancha (con su armario de juguetes), la habitación de mis hermanas, dos cuartos de baño, el cuarto que compartíamos mi hermano y yo, la cocina con su lavadero, el dormitorio de mis padres, el salón (dividido en dos partes) y la terraza.     Recuerdo también un pequeño armario al lado del cuarto de baño pequeño, seguramente el lugar de los botes de limpieza.     Es curioso cómo había olvidado

Excursiones por el campo

    Como niño de pueblo que fui, muchos recuerdos de mi infancia los tengo asociados a estar en contacto con la Naturaleza, solo o acompañado de mis amigos.     En algunas ocasiones, siendo ya un niño grande, en vacaciones o los fines de semana, dejaba atrás el bloque donde vivía y salía solo a explorar los campos de alrededor, aprovechando la libertad que iba poco a poco consiguiendo de mis padres.     A veces mis salidas eran escapadas provocadas por mi ofuscación con las leyes del mundo de los adultos, pero otras respondían únicamente al deseo de explorar realidades diferentes de las de todos los días. ¡Tanta influencia tenía en mí la lectura de los relatos de los grandes exploradores y arqueólogos!     Esas excursiones coincidieron con la época en que mi cuerpo empezó a entrar en la pubertad, por lo que al descubrimiento de la realidad exterior se produjo el de los cambios en mi propia naturaleza.     En mi recuerdo conservo las excursiones q

Las Navidades de mi infancia

-->      Cuando yo era chico la Navidad era la fiesta más señalada en el calendario.     La pandilla de amigos salía a la calle para ir cantando villancicos por las casas. “¿Se puede cantar?”: así solicitábamos el poder entonar aquellas canciones nunca previamente ensayadas y que acompañábamos con zambombas, panderetas y el soniquete del rasgueo de botellas de anís vacías.     El poco dinero que nos daban de aguinaldo lo repartíamos luego como buenos hermanos para comprar chucherías.     También asocio estas fiestas al lanzamiento de petardos. Los comprábamos en un quiosco al lado del Paseo del Chocolate. Nos gustaba el estruendo que producían, imitación de las explosiones de las batallas con las que soñábamos.     Recuerdo que, cuando ya estaba saliendo mi cuerpo de la infancia, empezaron a gustarme menos las reuniones familiares de Navidad. Me parecían muy forzadas, aunque luego mi abuelo Manuel me sacaba de aquel estado de nostalgia incitándome a c

Los tebeos

    Aún no se llamaban cómics. Eran tebeos, nombre sacado de las tiras cómicas que tenían como título T.B.O. .    Los tebeos los devoraba con un ansia infinita. Recuerdo que los intercambiaba con mi primo Waldi, quien tenía siempre muchos más que yo.    Leíamos, aparte del T.B.O. , con sus "Diálogos para besugos" y los inventos del doctor Franz de Copenhague, Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Sir Tim O'Theo, Superlópez, 13, Rue del Percebe , Carpanta, Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio, Anacleto, agente secreto, Astérix y Obélix, Tintín, la revista Don Miki (con los personajes de Disney), La familia Cebolleta, Doña Urraca...    Muchos de estos tebeos venían agrupados en libros con el título de Super Humor , que nos eran regalados en ocasiones especiales.    Incluso leíamos tiras con las que disfrutaron los niños de generaciones anteriores a la nuestra, como El capitán Trueno o El guerrero del antifaz.    La pandilla de amigos un día decidió montar un

El cromo de Yashín y el "boliplátano"

    Recuerdo cómo disfrutaba de niño intercambiando cromos de futbolistas con mis amigos.    Los álbumes los teníamos casi completos, pero a todos nos faltaba un cromo que se convirtió en un mito: el de Lev Yashin (para nosotros Yashín), "La Araña Negra", que fue portero del equipo de fútbol de la Unión Soviética años antes de nacer nosotros.    El hecho de no poder encontrar su cromo envolvió a aquel guardameta en la leyenda, engrandecida por el hecho de que ninguno de nosotros lo vio nunca jugar.    En mi infancia hubo otra frustración parecida: en un tebeo anunciaron un bolígrafo de plástico con forma de plátano. Había que mandar una moneda de cincuenta pesetas junto con la solicitud rellena a un apartado de correos de Madrid. Así lo hice, pero nunca recibí el "boliplátano". Aún lo busco cuando entro en alguno de esos bazares llenos de cachivaches multicolores.    "La Araña Negra", el "boliplátano"..., retales de mi infancia que n